Yo no estuve en el concierto de Taylor Swift (ya me hubiera gustado)

Siguiendo el rastro del huracán «Swift» en Madrid. Un artículo de Primitivo Fajardo.

Ya sé que no es normal dar la noticia a contrapelo, anunciar en el titular que no se ha hecho algo que se hubiera deseado hacer. Por ejemplo: no he ido a la Luna, no he atracado el Banco de España, no he metido la cabeza del vecino cabrón en el microondas, no fui al concierto de Taylor Swift, etc. Vaya por delante que no soy fan de Taylor Swift, al menos de momento, seguramente porque no he atendido lo suficiente a su música. Me pasa lo mismo con otras artistas del circo mundial: Katy Perry, Miley Cyrus, Ariana Grande, Dua Lipa, Cyndi Lauper, Adele, Mariah Carey o Nathy Peluso. Me gustan mucho Rihanna y Beyoncé, Lady Gaga, Britney Spears y alguna más.

Sin embargo, hubiera querido estar en el concierto que ha dado en Madrid la Swift, por tres razones: para disfrutar de su potente directo –que lo tiene, según dicen–; para entender ese magnetismo con que hipnotiza a las masas y, llegado el caso, convertirme en uno de sus feligreses; y porque seguramente haya sido un acontecimiento único –no voy a decir irrepetible porque esta gira se repite 152 veces–, uno de los conciertos más espectaculares de la historia de la música en España; y más multitudinario también, con unas 140.000 personas entre las dos funciones. Aunque Duncan Dhu, Manuel Carrasco y creo que Bruce Springsteen ocupan ya el podio con cifras superiores por concierto.

Como no ha podido ser porque en mi cabeza de saurio no cabe sacar una entrada para un concierto con un año de antelación –así no vamos a ningún lado, claro–, opté por trincar la vieja Nikon y darle gusto al gatillo un ratillo. Sabiendo lo que arrastra la rutilante estrella del momento, pensé que el ambientazo callejero previo a ese concierto tan esperado podía ser extraordinario y bien me vendría para afinar el colimador de la cámara inmortalizando estampas poco usuales.

Hembra de inmenso poderío

Efectivamente, como la ocasión la pintan calva, la «Barbie de Pensilvania» me lo puso a huevo con su show y volví por donde solía, al entrenamiento fotográfico y al ejercicio sociológico de escrutar a la muchedumbre anhelante y con los neurotransmisores de punta en vísperas de comulgar con su sacerdotisa. No tiene precio ver las caras pintadas de ilusión de niñas, jóvenes, adultas y no tan niñas –llamémoslo transversalidad generacional–, de todo estrato social y de países diversos, especulando sobre el tesoro que les esperaba en el cofre futurista del Cuernabéu –así llamábamos en mi época del diario «AS» al campo del Madrid–: probablemente el concierto de sus vidas.

Por tanto, como no puedo hablar del espectáculo –crónicas habrá en la prensa para dar y tomar–, lo haré de su antesala. Para ello, me fui al mediodía trotando cual liebre retozona en campo de ababoles a escudriñar los cuatro costados del club blanco en busca de fans a las que inmortalizar. Así pude digerir mi frustración por no estar de noche en las gradas admirando a la espectacular reina del pop, que en el pico de su éxito ha encandilado a medio mundo con sus canciones y sus artes de hembra machirula, iluminada y transida que, con todo su inmenso poderío, no va presumiendo de nada, aunque las alocadas huestes que se autoproclaman feministas, que defienden postulados demenciales que llevan a la desigualdad para luego denunciarla porque viven de las subvenciones, así como los políticos de contumacia woke y los progres zascandiles contaminados de sectarismo, se quieran apropiar de su imagen para usarla en sus bazofias anti-machistas y como hostigamiento contra el patriarcado y demás cuentos chinos.

Una caja de caudales rampante

Puedo estar equivocado, pero la Swift me parece una tía responsable, un estrellón que a pesar de encandilar a su audiencia con su carisma tirando a discreto, no va por el mundo de mesías redentor, no da lecciones de vida ni va pidiendo perdón por estar buenorra y ser joven, atractiva, rubia, lista, talentosa y trabajadora. Tiene 34 años y es cantante, compositora, productora discográfica, actriz, empresaria… Toca el piano, la guitarra –más sucedáneos, ukelele, banjo…– y escribe sus propias canciones –se le da bien la narrativa– contando sus problemas, sus rupturas amorosas, su vida y milagros y haciendo que te pongas en su pellejo dejando entrever que no es de hierro sino vulnerable y frágil como todas las demás.

No baila bien, pero nadie es perfecto, ya lo dijo Billy Wilder. Para compensar, este icono del éxito mayúsculo y sin mácula ha publicado en sus casi veinte años de carrera 11 álbumes de estudio –el último, el pasado mes de abril–, ha vendido 50 millones de copias, lleva 150 millones de descargas digitales de sus sencillos y sus temas fueron los más reproducidos en 2023 en Spotify, lo que no es moco de pavo ni pecata minuta.

Como guinda, ha recibido un montón de premios: 14 Grammy (al que ha estado nominada 52 veces), un Emmy, 25 Billboard, 40 American Music, un Brit, 23 MTV, 11 Country Music, etc. Este año 2024, la Federación Internacional de la Industria Fonográfica ha dicho que Taylor Swift es la artista femenina con mayores ventas de discos de la década de 2010 y en lo que va de la de 2020. Si está en el número uno es porque se lo ha currado y ha sabido embridar a las discográficas. Si es la mujer más poderosa del mundo del espectáculo –y la quinta más poderosa del mundo, según la revista «Forbes»– es por lo mismo. Mira a ver si me lo mejoras… A mí me parece admirable y yo me clavo de hinojos ante su maciza y escultural majestad.

El éxito, que no siempre es guardaespaldas del talento, no ha sonreído a la Swift por capricho. Se lo ha trabajado de lo lindo peleando por un sueño desde que empezó en el mundillo antes de los 14 años. Ese es el verdadero poder femenino, centrado en el empeño, el esfuerzo, la ilusión y dar el callo sin desfallecer. No hay que restarle ni un ápice de mérito a esta princesa que parece sacada de un cuento de Disney, que no sólo con su presencia arrasa sino que es una caja de caudales rampante que deja riqueza por donde pasa. Sólo la gira actual recaudará unos 1.000 millones de dólares. Tenía razón Shakira, las mujeres facturan. Y muy bien, por cierto.

A lo que hay que añadir lo que va generando por la fricción del propio movimiento. La producción del «Eras Tour» conlleva una compleja logística cifrada en 30 millones de dólares en cada ciudad donde actúa, con 70 tráileres para transportar tres escenarios, equipos de sonido, iluminación, escenografía y pantallas digitales, además de un batallón de técnicos y especialistas para montar el monumental tinglado, indispensables para que todo esté a punto cuando se levante el telón y la estrella grite: «¡Cagontusmuelas, Madrid!» («¡Shit on your teeth, Matrit!», o como se diga en pichinglis). Cada detalle de esta gira está diseñado para reflejar las diferentes estéticas de los álbumes de Swift con efectos visuales, pirotécnicos y lumínicos. Se trata de una de las producciones más caras y técnicamente ambiciosas del siglo XXI, según el «Wall Street Journal».

El body de pedrería de Versace

No es de extrañar, por tanto, que las entradas de sus conciertos sean caras y codiciadas y se agoten nada más ponerlas a la venta con meses de antelación (Ticketmaster, una mafia monopolística que dificulta el proceso de adquisición para encarecerlas aún más). Por otra parte, nuestra majorette artista se lo curra físicamente, pues dar un espectáculo de más de tres horas y 45 canciones ante 70.000 espectadores sudando la gota gorda, aunque se cambie quince veces de ropa por exigencia del guión, conlleva un esfuerzo tremendo que no está al alcance de cualquiera y exige una preparación de deportista de élite. De hecho, lleva su propio equipo médico por si se lesiona durante la actuación.

Puede gustar o no, pero sus méritos son cuantificables e incuestionables, y resisten cualquier argumento de sus detractores. Porque esa fricción que decíamos antes también genera controversias y su tic progre la deja en cueros cuando se proclama purista de la protección medioambiental y monaguillo del cambio climático pero quema keroseno a cascoporro con su par de jets privados yendo de la ceca a la meca sin parar por el mundo adelante durante todo el año, dejando una huella de carbono que tiembla la capa de ozono.

VÍDEO: RUTAS TRAZADAS POR LOS DOS AVIONES PRIVADOS DE TAYLOR SWIFT EN 2023

Ha sido señalada como la celebridad con mayor emisión de gases de efecto invernadero por el uso de aviones privados en 2023, y en 2022, en apenas medio año, había volado 170 veces, con el consiguiente derroche de CO2. Consciente de las críticas, en enero de este año ha vendido uno de los dos jets, el Dassault Falcon 900 –modelo del que abusa en España el caracartón enamorado, cabecilla de la cleptocracia que nos gobierna–, y se ha quedado con el Falcon 7X, que cuesta 50 millones de euros pero contamina mucho menos –dónde va a parar–.

Le perdonaremos sus contradicciones porque, a sus 34 años, es una de las artistas más populares del mundo y no sólo genera una fortuna y miles de empleos con el vaivén de sus caderas micrófono en mano, sino que es generosa en donativos millonarios a diversas instituciones de ayuda al desfavorecido y cultiva como nadie el ánimo de la adolescencia y la juventud que, con mayores o menores retos por delante, ha encontrado en ella y en la seducción de las letras de sus canciones el estímulo de un ídolo que emociona, al que imitar, adorar y seguir hasta el despeñadero si falta hiciera, como al flautista de Hamelín. La juventud tiene que creer en algo sólido y un héroe siempre viene bien, aunque esto no es una enfermedad, es un síntoma de la edad que cura el tiempo. Nos ha pasado a todos.

Por cierto, cuando digo que puede gustar o no, me refiero a su música, pues en cuanto al talle, con ese body de pedrería de Versace y las botas vaqueras purpúreas con suela bermeja, poca discusión voy a entablar con nadie, si no es sobre el tamaño de la peana que cada cual le pondría a su monumento carnal. Siempre, claro está, con el permiso del único autorizado a arrimarle cebolleta: el novio más reciente de la colección y el más macarra, esa bestia parda de jugador profesional de fútbol americano del Kansas City Chiefs.

Cunde la «taylormanía»

A lo que voy. Ese otro espectáculo grandioso, paralelo al de la propia actuación de la cantante, es el que dieron sus frikis en los predios del club blanco antes del concierto, y es el que yo he retratado por pasar el rato y con lo que ilustro estas líneas. La llamada «nación swiftie», mayormente del género femenino y aledaños, es una grey de furibundas seguidoras de la diva divina que, imitando las mejores galas que ha lucido en sus distintos álbumes y conciertos en vivo, acamparon durante horas en el perímetro acordonado del estadio, en los lugares fijados por la organización, a la espera de la señal para acceder al interior del recinto y desencadenar la «taylormanía», un fiestón temático que ha hecho historia y los participantes recordarán toda su vida, como nos acordamos los que fuimos testigos, a la misma o parecida edad, del paso por el Foro de gigantes como Michael Jackson, Elton John, Whitney Houston, George Benson, George Michael, Carlos Santana, los Rolling Stones, Pink Floyd, Supertramp, los Ramones, Génesis, AC/DC, etc. –dejo la industria patria aparte por no marear–.

Desde luego, ha sido una experiencia curiosa toparse con las «swifties» vestidas con modelitos cutres, horteras y coloristas –a algunas le quedaba como un saco de patatas y a otras como a una modelo de Women Secret–, hechos a mano la mayoría, con drapeados, lentejuelas, flecos, purpurina, brilli-brilli y pulseritas de la amistad forrando antebrazos, combinando el atuendo con sombreros vaqueros y botas de cowboy que se alternaban con los paños menores de «cheerleader» impuestos en el soleado asfalto madrileño por los 30 grados justicieros del desfallecido mayo. Algunas iban de arriba abajo vestidas de novia.

Eso sí, todo el mundo de buen rollo, sin un altercado, con exquisita educación, con una contenida euforia colectiva y con esa cara de expectación que se te pone ante la inminencia de un gran acontecimiento que se presume será irrepetible, y de satisfacción por el orgullo de formar parte de una tribu exclusiva y ligada por el superior lazo de la incoagulable sangre musical. Tiradas en el suelo como ofidios o batracios, protegidas del sol con paraguas y cartones o escondidas bajo las sombras de las hileras de plátanos de la Castellana, las fans esperaban inquietas la mágica hora decidida por los de seguridad para conducirlas como legiones romanas hasta los accesos al templo madridista, donde se hacinaban en apriscos ubicados en cada arista del estadio hasta abrirse las puertas de par en par a primera hora de la tarde. Seguidamente, se ubicaban en las gradas o en el campo del estadio hasta el feliz momento de comenzar la multitudinaria eucaristía.

Antes de ese emocionante momento, andaban enfrascadas en juegos de mesa, cantando temas de su ídolo, repintando la pestaña o apaciguando la gusa del mediodía a base de bocatas y táperes de fruta. El agua se repartía gratis y algunos voluntarios regalaban cruasancitos para promocionar su establecimiento cercano, mientras militantes antitaurinos recaudaban entre las acampadas firmas para prohibir las corridas, sabedores que entre la juventud animalista tienen el producto vendido –por la tarde toreaba en Las Ventas Morante de la Puebla–. No encontré indicios del rumor –tampoco me empeñé en investigarlo a fondo, como se puede comprender– que aseguraba que algunas criaturas llevaban blindado el bullarengue con pañales para contener las ganas de orinar durante el concierto. Eso fue otro bulo del culo.

Explorando el ambiente

En el tramo de la Castellana entre el estadio y el Ministerio de Economía instalaron cuatro tráileres para la venta de objetos promocionales de la marca Swift y recuerdos del propio concierto, que también se podían adquirir en la tienda del Real Madrid, donde no cabía un alfiler, petado a todas horas. Se oía hablar inglés en abundancia; parejas con niños pequeños y mozuelas con tróleys buscaban su sitio en la cola; madres acompañaban a sus hijas mimetizadas en el ambiente juvenil; policías armados de drones, caballos y paciencia sonreían contemplando el espectáculo callejero; chicas de Cáritas hacían sus cuestaciones en el día de Corpus Christi como antaño lo hacían las de la Cruz Roja; jóvenes daban abrazos a quien se dejara; obreros miraban a las chicas con admiración y mensajeros del Glovo portando comida caliente se las veían negras para localizar a sus clientes entre las filas de fans hacinadas en el carril bici de la avenida.

Ya concluyo. Como decía al principio, apenas conozco la música de Taylor Swift y lo lamento, porque ser de la vieja escuela y preferir el tocino rancio conocido que el almibarado chantilly por conocer no es excusa y no quita para que uno esté al día de lo que se cuece en el mundo de la canción actual. Reconozco este defecto y entono el mea culpa para enmendarlo. He perdido la ocasión de estar en el polémico y futurista campo del Madrid, que tiene a los vecinos encabritados por las molestias que causan los conciertos y el fútbol, para ser testigo de cómo las gasta en directo la princesa del country rock.

Esta vez no ha podido ser, pero espero que en un futuro llegue a «palpar» ese fenómeno que trasciende lo musical y se extiende a lo social, ese huracán llamado Taylor Allison Swift, alias la «Niña de Nashville» (Tennessee), cuna de este género propio de la América profunda y conservadora donde ella echó raíces antes de que sus ramas soltaran anclas para volar libres hacia otros géneros musicales como el rock alternativo, el indie folk, el electro pop, el «bubblegum» y el pop a secas y sin aceituna pinchada en un palillo.

Deseo que la diva no tarde otros doce o trece años en regresar a España para brillar como lo ha hecho esta vez en el Cuernabéu. Sería una pena porque la reina del pop tiene aquí una mina de oro por explotar. Y yo una cantera de modelos que inmortalizar con mi vieja Nikon.

Fotografias previas al concierto y texto: PRIMITIVO FAJARDO